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  • Foto: Getty Images

    El llano en llamas, 1953

    Juan Rulfo

    México

    ¿Por qué la elección?

    La naturaleza, el coro silencioso de mujeres y Susana San Juan son presencias femeninas que ocupan un lugar preponderante en la obra del mexicano Juan Rulfo. En El llano en llamas –compilación de cuentos–, en medio de una realidad hostil muy masculina de violencia y de muerte, la mujer es evocada poéticamente desde la conciencia de los hombres y la lluvia, el viento o la luz de la luna se convierten en las atmósferas que anticipan el infortunio o acompañan la desolación. Se trata de un mundo donde no cabe la esperanza y en el que la mujer solo calla o llora, abrumada por la culpa y la impotencia que de aquella siempre se desprende.

    Susana San Juan también es evocada en las ensoñaciones de Pedro Páramo, el protagonista que le da nombre a la novela. Susana vive en las palabras de Pedro Páramo, pero solo en sus palabras. Ella tampoco tiene voz. Sus palabras solo resonarán desde su tumba para que Juan Preciado y Dorotea, que yacen en el sepulcro vecino, la oigan reprobar el mundo de Comala, lleno de fanatismos y pecados. Y mientras el universo mítico se puebla de los murmullos de las ánimas en pena, Susana San Juan rememora, revive y nombra, desde la muerte, los momentos del descubrimiento del amor, del placer y de la sensualidad de su cuerpo entre las aguas del mar.

    Ficha técnica

    “Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.”

    “Porque no estoy acostada solo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.”

    “Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. […] Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos, rodea mi cintura con su brazo suave, da vueltas sobre mis senos; […] Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer… […] Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.”

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