
El árbol y la enredadera, 1954
Dola de Jong
Países Bajos
¿Por qué la elección?
En el inmenso acervo de la literatura de posguerra de mediados del siglo XX, donde el primer renglón lo ocupan las atrocidades del fascismo y, una casilla más abajo, los hombres valientes que plantan cara a la iniquidad, pocas veces se dio lugar a la experiencia de las mujeres, excepto para retratarlas como víctimas inermes, como sufridoras más o menos ignorantes, como madres o hermanas o amantes de los hombres, o bien como heroínas improbables, excepcionales, cuyo heroísmo se atribuye, por lo general, a ciertos rasgos “masculinos”. Poco espacio dejó el canon a la experiencia de la gran mayoría de mujeres que intentaron vivir su vida en medio de una guerra larga, resistiendo desde su intimidad, desde su cuerpo como primer territorio de conquista. Y, por supuesto, muchísimo menos espacio podía ceder dicho canon a un relato de amor entre dos mujeres en medio de aquella guerra.
Por ello es que la neerlandesa Dola de Jong (1911-2003) logra una suerte de hazaña con su novela El árbol y la enredadera, pues la calidad literaria del libro, su sutil poesía y el inquietante espesor psicológico de los personajes (que se trasluce, por lo general, en situaciones esencialmente descriptivas), le aseguraron un lugar modesto pero inapelable en el establecimiento literario de mitad de siglo.
La historia del intenso y tumultuoso vínculo entre Erica y Bea, narrada varios años después de la guerra que las separaría definitivamente, es ante todo una conmovedora reflexión sobre la manera en que las mujeres resisten desde el cuidado y la contención, y al mismo tiempo es un doloroso ejemplo de la forma en que la heteronormatividad condena a muchas personas a una inevitable soledad, pues con frecuencia ésta se elige por encima de la posibilidad de habitar sin ambages la propia identidad, cuando lo que se cree ser es percibido y asumido como “anormal” o “desviado”. La historia de Erica y Bea es, en últimas, la de la potencia de un amor que nunca se despliega por razón del miedo, la vergüenza y los prejuicios.
Ficha técnica
“E incluso ahora, con todo el paisaje de esta vida humana en mi campo visual, sigo preguntándome si quizá aquello que yo veía a lo lejos como un árbol en crecimiento no habría sido solo un tronco sin vida, el verdor asfixiado por la enredadera que crecía a su alrededor.”
[…]
“Los hombres en mi vida son como sombras entre bastidores. En el teatro donde Érica era la protagonista no había lugar para ellos.”
[…]
“Comprendí que me había expuesto, que ahora Erica conocía mis sentimientos. También yo fui consciente en aquel momento de lo que sentía por ella. Ya no podía echarme para atrás. Cuando me estrechó entre sus brazos apretándome contra sí con firmeza, no opuse resistencia. Estuvimos así abrazadas un buen rato hasta que me susurró algo al oído. No entendí lo que me dijo y tuvo que repetirlo. Nunca más volvió a pronunciar ese par de palabras. Tampoco fue necesario. Las dos sabíamos que eran irrevocables y que eran para siempre. Lo aceptamos, cada cual a su manera.”
[…]
“Y lo que vino después constituye el legado del tiempo: la dolorosa pregunta de por qué puse determinados límites a nuestra relación y el arrepentimiento por aquella decisión, una decisión que nunca me había generado ninguna duda, pero que más adelante dejé de entender.”