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  • Foto: George Waldman, Polaris/Newscom

    “El autobús de Bardon” (Las lunas de Júpiter), 1982

    Alice Munro

    Canadá

    ¿Por qué la elección?

    Porque Alice Munro (1931) quería ser novelista, pero como los tiempos no le daban –era esposa y mamá en la década de los sesenta y escribía cuando sus hijas hacían siesta–, le pareció que la extensión del cuento era el más propicio y que además podía servirle para ejercitar la mano. Porque aun así, como si se tratara de un género menor, se ganó el mote de “la Chéjov canadiense” y años más tarde, en el 2013, el Premio Nobel de Literatura; así, rasgándole tiempo al tiempo.

    Desde su genuina necesidad –escribir, siempre que pudiera–, Alice Munro cumplió a pie juntillas el pedido de Virginia Woolf: las mujeres deben luchar y encontrar su habitación propia. Munro lo hizo, encontró ese espacio, lo defendió y contó las historias que quiso y como quiso, sin aspavientos ni pretensiones. Empezó escribiendo para cambiar los finales que sentía insoportablemente tristes e injustos de las historias (el de La sirenita, por ejemplo). Ese fue el origen de su oficio. Luego miraba a sus vecinos, a sus amigas y amigos, a su familia –nunca iba mucho más lejos– y a veces, frente a ciertas situaciones –las relaciones afectivas, los amores, los desamores, los vínculos y mandatos familiares–, se preguntaba, “¿cómo puede ser?”. Y trataba de entender y de responderse escribiendo un cuento –mientras sus hijas dormían la siesta–. “El autobús de Bardon es una muestra, de tantas, de cómo Alice Munro responde a ese “¿cómo puede ser?”.

    Pero, claro, en un cuento, siempre, se tiene la libertad de darle un giro al destino. El suyo era:
    “–¿Alguna vez soñó con ganar el Premio Nobel?” –le pregunta un entrevistador a los pocos días de recibirlo.
    “–Oh, noooo, no” –exclama y ríe–. “Yo era una mujer.”

    Ficha técnica

    “En nada de esto es muy excepcional. Hace lo que hacen las mujeres. Quizá lo haga más a menudo, más abiertamente, con algo más de imprudencia y con más fervor. Su capacidad de recuperación, su fe, no se agotan nunca. Yo le gasto bromas, todo el mundo lo hace, pero también la defiendo, diciendo que no está condenada a vivir con reservas y retraimiento, arrastrando descontentos duraderos, desdichas fluctuantes e inarticuladas. Su confianza es total, sus desdichas son hirientes, y sobrevive sin haberse lastimado visiblemente. No se permite la inactividad ni el estancamiento y el espectáculo de su vida no es descorazonador para mí.”

    “Se dedica a un hombre y a su historia de todo corazón. Aprende su lengua, figurativa o literalmente. Al principio puede intentar disfrazar su condición, haciendo ver que es prudente o irónica. ‘La semana pasada conocí a un personaje peculiar’, o ‘¿Te he contado que he tenido una conversación divertida con un hombre en una fiesta?’. Pronto aparece un estremecimiento, una furtiva palpitación, una sonrisa llena de disculpas pero firme. ‘En realidad, me temo que me he enamorado de él. ¿No es terrible?’ La siguiente vez que la ves, está enamoradísima, yendo a adivinos, dejando caer su nombre cada dos frases con un tono sensiblero en su voz, bajando los ojos, y con un aire de buscado desamparo, horrible de contemplar. Luego viene el ataque de pesimismo, las dudas y la angustia, la lucha, bien para liberarse ella o para evitar que se libere él […]”

    “Y ahora que intento ver las cosas serenamente, debería recordar lo que dijimos cuando nuestras maletas estuvieron hechas y estábamos esperando el taxi. Dentro de las maletas, nuestras ropas, que habían compartido cajones y espacio en el armario, que habían dado vueltas juntas en la lavadora, y que habían sido colgadas juntas en el tendedero en el que se posaban los martines pescadores, estaban clasificadas y separadas y ya no se rozarían nunca más.”

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