
El pez dorado, 1996
J.M.G. Le Clézio
Francia
¿Por qué la elección?
Laila significa noche en árabe y Laila le teme a la noche y a la oscuridad desde que fue raptada, a los seis años, de su aldea marroquí para ser vendida y llevada a Melilla. Desterrada de su infancia, la pérdida de su libertad arrasó también con todo lo que conformaba su identidad y sus orígenes. Como tantos otros africanos sometidos a esta práctica, Laila quedó sin nombre, sin padres, sin casa, y su voz es la voz femenina del exilio y de la marginalidad de los suburbios.
En lo que podría remitirnos al patrón del clásico viaje del héroe, Le Clézio (1940) nos entrega un personaje que se desplaza externamente por países y continentes mientras realiza su viaje interno de crecimiento y búsqueda. A pesar de los continuos desafíos y de todo tipo de adversidades, se fortalece, domestica sus miedos y persevera en su objetivo de recuperar su identidad.
Sin desenlaces previsibles, ni roles inflexibles –la educación recibida de su "compradora," especie de abuela simbólica– además de los afectos con los que se fue encontrando a lo largo de su vida, le permiten abrir distintas rutas para retornar a su origen, en lo que termina siendo un viaje circular que la lleva de nuevo a la calle de la cual fue arrancada para así poner freno al desarraigo y desplegarse en su verdadera identidad.
Ficha técnica
“Soy del sur, de muy lejos, tal vez de un pueblo que ya no exista. Antes de eso no recuerdo nada, sólo esa calle polvorienta, el pájaro negro y el saco.”
“Me daba miedo la oscuridad, la noche. Recuerdo que algunas veces me despertaba y sentía que el miedo se deslizaba dentro de mí como una serpiente fría. Ni siquiera me atrevía a respirar.”
“No sé cuál es mi verdadero nombre, pero me he acostumbrado al que me puso mi señora, como si fuera el que mi madre eligió para mí. Pero también pienso que algún día alguien me llamará por mi verdadero nombre y que entonces me estremecerá y lo reconoceré.”
“Yo la llamaba unas veces «señora» y otras «abuela», porque ella fue quien me enseñó a leer y a escribir en francés y en español, me inició en el cálculo y la geometría y me transmitió las bases de la religión —de la suya, en la que Dios no tiene nombre, y de la mía, en la que se llama Alá—.
Me leía pasajes de sus libros sagrados.”
“Le dije que no sabía quién era ni de dónde venía, que me habían vendido una noche con mis pendientes en forma de media luna."
“Nadie me había hecho nunca un regalo así, un apellido y una identidad. No me llamaba Marima porque hubiera perdido la cabeza, sino porque quería darme un nombre, un pasaporte, la libertad de ir y venir."