
El quinto hijo, 1988
Doris Lessing
Reino Unido
¿Por qué la elección?
Un enemigo. Así consideraba Harriet durante su embarazo a la criatura salvaje que llevaba dentro, a ese hijo que, como un ser de otra especie, se anunciaba fornido e insaciable. Desde que fue concebido, Ben, el quinto hijo de Harriet y David, desplegó una energía sobrenatural que arrasó con sus vidas perfectas. Vidas que habían sido planeadas hasta en sus mínimos detalles con ilusión y alegría. Es en la Inglaterra de la década de los sesenta en donde Doris Lessing (1919 - 2013) retrata una pareja que, en contravía de su época, insistía en proyectar un destino inalterable de amor, fidelidad, bienestar e hijos, muchos hijos.
Pero la ambivalencia de la maternidad, el desequilibrio en las cargas, la presión e intromisión ilimitada de la familia extensa y el cambio de época –que termina por enrostrar a los conservadores el costo de sus anacrónicas elecciones– lograron que el fin de la felicidad y el bienestar en la vida de Harriet y David llegara bien antes de la estocada final que significó el quinto hijo. Un hijo que con su llegada selló brutalmente la tragedia.
Clasificar, domesticar, normalizar y, si no funcionara todo esto, culpar, parece ser la base del orden social. Pero Ben y Harriet infringieron esos preceptos. Ben por ser un anormal, un inclasificable, un indomesticable. Y su madre por ser la gran culpable. Culpable primero por no quererlo y rechazarlo. Culpable después por elegirlo para depositar en él toda su desconsolada atención. Y culpable, finalmente, por haber puesto en peligro al mundo habiendo parido un monstruo.
Ficha técnica
“Felicidad. Una familia feliz. Los Lovatt eran una familia feliz. Era lo que habían elegido y lo que merecían. A veces, cuando David y Harriet estaban echados frente a frente, parecían abrírseles las puertas del pecho de par en par y lo que salía por ellas era un raudal de intenso alivio y gratitud que seguía asombrándoles: aquella paciencia durante lo que parecía ahora tantísimo tiempo no había resultado fácil, en realidad. Había sido duro conservar la fe en sí mismos cuando el espíritu de la época, los voraces y egoístas sesenta, había estado siempre presto a condenarles, a aislarles, a degradar lo mejor de ellos mismos. Y, bueno, habían tenido razón al insistir en mantener aquella individualidad obstinada que había elegido, y muy tercamente, lo mejor: aquello.”
[…]
“Pasó el tiempo. Pasó, aunque ella vivía en un orden temporal distinto de quienes la rodeaban... y diferente también del de la mujer embarazada, que es lento, que es un calendario del crecimiento del nuevo ser oculto. Su tiempo era aguantar, reprimir el dolor. Fantasmas y espectros habitaban su mente. Solía pensar: «Supongo que esto es lo que siente la pobre madre cuando los científicos hacen experimentos uniendo dos tipos diferentes de animales, de tamaño distinto». Imaginaba patéticas criaturas deformes, espantosamente reales para ella, fruto de un dogo alemán o un barzoi y un perrito de aguas; de un caballo de tiro y un burrito; de un tigre y una cabra. En ocasiones, le parecía sentir unas pezuñas rasgando la tierna carne de su interior, a veces eran garras.”