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  • Elena sabe, 2007

    Claudia Piñeiro

    Argentina

    ¿Por qué la elección?

    Por lo general una madre cree saber, cree conocer a su hijo mejor que nadie, y esa pretensión de conocimiento, que apenas si califica como intuición, parece bastarse a sí misma. “Una madre sabe”, dicen algunas: suposición afín a una serie de ideas preconcebidas sobre la maternidad, tales como que la principal realización de una mujer es convertirse en madre, o que la gestación es la característica distintiva y excluyente de la feminidad. Se trata de afirmaciones que se pretenden autoevidentes y son reforzadas por el pensamiento binario y las instituciones patriarcales.

    Este es el tipo de conocimiento que reclama la protagonista que da nombre a Elena sabe, de Claudia Piñeiro, (1960). Elena es una septuagenaria que sufre un Parkinson severo y acaba de perder a su hija y única cuidadora, Rita, quien apareció una tarde colgada del campanario de su parroquia. A todas luces parece tratarse de un suicidio, pero la madre se rehúsa a aceptar esta versión, porque sabe, o cree saber, que su hija no haría tal cosa, que no la abandonaría así. Dicho convencimiento la lleva a buscar ayuda para investigar el improbable asesinato de Rita. Paralizada, emprende un sufrido viaje desde el conurbano hasta Buenos Aires capital, en busca de una mujer que, según Elena, está en deuda con ella y su hija porque veinte años atrás le impidieron abortar en una clínica clandestina. Sin embargo, se encuentra con que aquella mujer guarda hacia ellas más resentimiento que gratitud, y que todavía piensa que no fue hecha para ser madre.

    Piñeiro dispone una situación que pone en juego todos los dilemas morales y las zonas grises de la maternidad, así como el nefasto peso de los dogmas y los prejuicios sociales sobre los cuerpos de las mujeres.

    Ficha técnica

    “Debería haberse emborrachado alguna vez en la vida, y aprendido a manejar, y usado biquini, piensa. Un amante, también tendría que haber tenido un amante, porque el único sexo que conoce es el que tuvo con Antonio, y eso era un orgullo, haber sido sólo de un hombre, pero hoy, vieja y doblada, caída sobre su brazo, sabiendo que nunca más habrá sexo para ella, Elena no siente orgullo, siente otra cosa, tampoco pena, ni bronca, siente un sentimiento que no sabe qué nombre tiene, eso que uno siente cuando se descubre tonto. Haber guardado la virginidad para quién, haber sido fiel por qué, haberse mantenido casta después de viuda con qué motivo, con qué esperanza, creyendo qué. Ni virginidad ni fidelidad ni castidad significan para ella hoy lo mismo…”

    […]

    “… aquella tarde su hija me dijo que si me hacía un aborto oiría el resto de mi vida el llanto de un bebé en mi cabeza, pero ella no se había hecho un aborto, ella no sabía, repetía lo que alguien le había dicho, tal vez un hombre, tal vez no, alguien que creía saber.”

    […]

    “… yo hubiera jurado que jamás me habría hecho un aborto, pero siempre pensé en esa posibilidad no estando embarazada, mi decisión estaba en mi cabeza no en mi cuerpo, sin tener nada dentro lo pensaba, hasta que lo tuve; cuando lo tuve, cuando fui a buscar el resultado del análisis y decía positivo, entonces dejé de pensar y supe por primera vez. (…) uno confunde creer con saber, uno se deja confundir, cuando leí el resultado y vi positivo supe que lo que llevaba dentro no era un hijo, y tenía que solucionarlo lo antes posible.”

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