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  • Las aventuras de la China Iron, 2017

    Gabriela Cabezón Cámara

    Argentina

    ¿Por qué la elección?

    Visto desde los palacios desde los que domina todo el horizonte, la perspectiva del mundo que tiene una reina rica y poderosa no es la misma que tiene un gaucho desde su “tapera con sus fogatas de bosta”, dice Gabriela Cabezón Cámara (1968) en Las aventuras de la China Iron . Y el mundo es, para esa reina, tan disímil al mundo del gaucho como el mundo del gaucho difiere del mundo que percibe su mujer. Ahondar en estas perspectivas lejanas y opuestas: la del centro y la de la periferia, la de la “civilización” y la de la “barbarie”, la de los hombres y la de las mujeres; profundizar en el contraste entre estas miradas y destacar la nueva voz que descuella para describir el mundo es el gran aporte de Cabezón Cámara y de su entrañable China Iron a la reescritura del Martín Fierro, mito fundacional argentino.

    En una caravana en medio del desierto, la China, esposa de Fierro, de catorce años, deja atrás la opresión y la violencia de su vida y recorre la inmensa Pampa en compañía de Liz, una inglesa que va al encuentro de su marido, Rosario un gaucho lastimado, y su cachorro, Estreya.

    La perspectiva que se instala sobre ese momento histórico y sobre sus protagonistas es nueva, es otra: es la mirada femenina –o mejor, la mirada de un ser con un alma dual, de un ser sin ataduras de género– que se ancla en la totalidad y reclama la integración. Es un relato sin particularidades ni violencias, sin heroísmos ni villanos. Es la mirada del deseo, la de la profunda conexión con la naturaleza, la de la supremacía de los sentidos. Es bajo “el imperio de esa fuerza”, de la fuerza del deseo, que Cabezón Cámara reescribe este relato inaugural, y es con esa lente que narra la inmensidad y la diversidad de texturas, olores, sabores y colores que es la vida.

    Ficha técnica

    “Apenas ponía un pie en el suelo me invadía el olor a tierra mojada, me ensordecían los cuchicheos de los cuises, me estremecía toda brisa, me acariciaba el aroma de la menta que crecía entre los yuyos, el de las flores chiquitas naranjas y violetas que se engarzaban en el barro, me dolía el roce de los cardos, me llenaba la boca de saliva la cocina de Liz –que se las ingeniaba para hacer sus copiosos desayunos en las cocinas cavadas en el barro: huevos revueltos, bacon frito, tostadas, jugo de naranja hasta que se acabaron las naranjas, té, tomates fritos, alubias blancas–. Y el cuerpo de Liz me tenía como un sol a un girasol, cómo me hubiera costado mantener la cabeza erguida sobre los hombros si ella me hubiera dejado de mirar, sentía la fuerza de esa atracción como se ha de sentir un campo gravitatorio, como eso que nos permite estar de pie. Ella era mi polo y yo la aguja imantada de la brújula: todo mi cuerpo se estiraba hacia ella, se empequeñecía de ganas concentradas. Fue bajo el imperio de esa fuerza que empecé a sentir y hoy creo que es posible que siempre sea así, que se sienta al mundo en relación con otros , con el lazo con otros. Me sentía viva y feroz como una manada de depredadores y amorosa como Estreya, que festeja cada mañana y cada reencuentro como si lo sorprendieran, como si supera que podrían no haber sucedido, sabe, mi perrito, que el azar y la muerte son más feroces que la pólvora y que podían irrumpir como irrumpen las tormentas.”

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