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  • Las hermanas, 1995

    Iván Hernández

    Colombia

    ¿Por qué la elección?

    Hace más o menos setenta años, un niño de la década de los cincuenta crecía con la voz de fondo de esta y otras canciones infantiles parecidas:

    “Toño Matoño mató a su mujer, con un cuchillito más grande que él,
    sacó las tripitas, las puso a vender, con esa platica compró otra mujer.”

    Ese niño, a quien no se le auguraría un destino muy luminoso en cuanto a sensibilidad se refiere, le dio vida, paradoja o no, a dos de las mujeres más conmovedoras e imponentes con las que se pueda uno encontrar en los libros: Sara y Raquel, las hermanas; ese niño, hecho ya hombre, le dio vida a la relación entre ellas –de una belleza y delicadeza incomparables–, y a la relación de ellas con esa única otra presencia en la novela, el nevado. Es todo. En Las hermanas pasa muy poco, casi nada. Solo pasan ellas, Sara y Raquel, sus gestos, sus reacciones, su forma de ver el mundo, sus diálogos escuetos, sus pocas palabras. Cómo entonces son tan potentes, cómo aun así conmueven tanto. Porque pasan por dentro, desde dentro. Pero alguien tiene que dar registro, alguien debe mirar y contar con extrema delicadeza, hondura y sabiduría. Y esa voz que las mira y que las cuenta, esa voz que observa todo a distancia y dice lo que ve en tercera persona, esto es, el narrador omnisciente, aquí no puede ser sino una mujer; esa mirada honda, delicada y sabia, no puede ser sino femenina. Y lo es. A esto se debe esa mezcla de fascinación y desconcierto que produce la lectura de Las hermanas, a eso se debe la maravilla que produce el encuentro con Sara y Raquel, con sus días de nada, con su historia de nada; a eso se debe, a la atención, al lugar donde pone la mirada una mujer.

    Ficha técnica

    “En las tardes, cuando el sol estaba muy bajo, las dos hermanas salían de caminada. Al frente estaba el nevado. Sara recogía flores, imitaba el canto de los pájaros, corría de un lado a otro y cantaba. Raquel en cambio caminaba despacio, silenciosa, mirando al suelo. A esa hora el sol, al posarse sobre la cumbre nevada, produce destellos rosados y violetas.”

    “Mientras hablaba, Raquel miraba siempre a un lugar indefinido. Parecía como si de la contemplación de algo que solo ella veía, extrajera las verdades y aun las palabras con las cuales desentrañar los más sutiles y complicados misterios de la fe. Nunca miraba al cielo. Sentía que era voluntad de Dios que se hablara con Él sin realizar ningún esfuerzo corporal. Le bastaba mirar a un punto, que bien podía ser una mancha en la pared o una hoja del jardín, para que la palabra de Dios descendiera hasta allí y ella no tuviera, pues, sino que leerla.

    “Tampoco en esos momentos se volvía para mirar a Sara. Sabía que la escuchaba con atención y, seguramente, cualquier movimiento brusco rompería el hechizo. Deducía, por la forma en que Sara la peinaba, por el cuidado con que tomaba un mechón de cabello y lo anudaba en otro, lo efectiva que estaba siendo la plática.”
    “Cuando terminaba, Sara comentaba: ‘El tuyo es el cabello más lindo que he visto en la vida, Raquel.’”

    “El sol estaba alto en el cielo cuando Sara abandonó su habitación. Una vez sentadas a la mesa para tomar el desayuno, Raquel con voz pausada dijo: ‘Sara, de ahora en adelante tú y yo debemos valernos por nosotras mismas. Solo tú y yo somos la familia. No tenemos a nadie y no debemos necesitar a nadie.’”

    “Todos sospechamos que el fin de Sara estaba cerca […] Muerta Raquel, el vínculo con el mundo se acababa, pues solo por medio de la hermana había establecido relación con todas las cosas. Al cabo de una semana Sara se había encogido hasta hacerse casi invisible (una de sus aspiraciones); a lo largo de su vida había querido no ocupar ningún espacio en el mundo, no se creía merecedora de él, y ahora, literalmente, dejó de ocuparlo.”

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