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  • Tres mujeres, dos siglos, dos libros

    Ensayo

    por Claudia Cadena Silva

    Madame Bovary y Las hermanas. Gustave Flaubert e Iván Hernández. Mediados del siglo XIX y finales del siglo XX. Qué emparenta a este par de escritores, tan alejados en el tiempo y en sus mundos. La fascinación por la mujer; mejor, por el sentido de lo femenino, por la esencia de lo femenino. Gracias a esa sincera fascinación existen para siempre tres mujeres: Emma Bovary, Sara y Raquel.

    Emma, madame Bovary, que buscó hacer de su vida la de las novelas románticas que había leído, que le dio la espalda a la realidad de su época –puritana, superflua, cruel– y a la suya propia; esa frívola, vana, impetuosa, ingenua, obstinada y rebeldísima mujer que acaba consigo misma en su intento por vivir libre, como ella veía que solo los hombres lo podían hacer, termina fundando la novela moderna para la humanidad (antes de Madame Bovary, la novela era un género menor, casi mal visto. La reina era la poesía). Emma Bovary, tan extraordinaria, tan genuinamente una cosa y su contraria, le impuso a Flaubert la dedicación de cinco años de su existencia para descifrarla, concebirla y dejarla ir con vida propia. Al cabo de ese tiempo de entrega, de la que también queda constancia en las cartas a su amante Louise Colet, Flaubert concluye: “Madame Bovary c’est moi”. Sí. Flaubert, literalmente, se convierte en Emma Bovary. A fuerza de observación paciente y rigurosa, desentraña y se apropia de la psiquis de madame Bovary. Su acercamiento, en principio, es guiado por la razón.

    Iván Hernández hace lo propio, pero de otro modo, uno sutil, misterioso y difícil de descubrir: el autor de Las hermanas no se convierte en Sara y Raquel, sino en la mirada y la voz precisa y sabia, justo en la única que podría dar cuenta de ese par de vidas aparentemente anodinas, casi insignificantes. Esa mirada no podía ser sino femenina, y esa voz, que más que contar lo que hace es detenerse en un detalle, en un gesto, en un diálogo mínimo que dice todo de alguien o de algo, solo puede ser la voz de una mujer, una mujer que narra en tercera persona, a distancia, viéndolo todo, sabiéndolo todo, como lo hace el narrador omnisciente. Ahora lo hace una mujer, y no deja de ser una paradoja que haya sido un hombre, quien, con la fuerza de una sensibilidad tan peculiar, le haya dado vida.

    Flaubert con la razón, con el discernimiento, descubre a Emma Bovary; Hernández, con las entrañas del alma, descubre a Sara y a Raquel y, con ellas, a una narradora omnisciente mujer.

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