
Las palabras de la noche, 1967
Natalia Ginzburg
Italia
¿Por qué la elección?
Para fortuna del gran público, Natalia Ginzburg (1916-1991) ya es uno de los secretos peor guardados de la literatura italiana de la posguerra. Su prosa leve, luminosa y sosegada flota con sutileza y sobresale en el conjunto de voces sombrías de la desmoralizada y semidestruida Europa de mediados de siglo. Sin duda, comparte con muchos de sus contemporáneos la misma herida: los estragos de los nacionalismos en un continente que, hasta ese momento, se autoafirmaba como el punto de llegada de todas las civilizaciones humanas; no obstante, en lugar de retratar los horrores de la guerra o la megalomanía de los dictadores, Ginzburg se ocupa de la vida cotidiana y las pequeñas violencias de las capas burguesas que, por adhesión u oposición, sirvieron de sustento a estas ideologías, y particularmente al fascismo.
En este sentido, Las palabras de la noche aborda la vida de las familias acomodadas de un pequeño pueblo italiano cuya población gira casi toda en torno a una próspera fábrica textil, fundada por un pseudosocialista apodado “Balotta” (pelotilla), quien muere de tristeza tras huir del régimen de Mussolini. La narradora, Elsa, hija del contador de la fábrica, repasa la vida de los hijos de Balotta: tres hombres y dos mujeres, todos personajes desastrados, amargados, melancólicos o malcasados, hasta llegar a Tomassino, el menor, con quien sostiene un romance secreto y, más tarde, un compromiso formal que se deshace rápido, acompañado de un estruendo previsible para un conservador pueblo italiano lleno de fascistas vergonzantes.
A sus 27 años, Elsa abraza valiente la temida soltería femenina y rompe su compromiso con el único heredero varón vivo de Balotta, joven apático y comodón, a quien ama sin ser correspondida. Se rebela, así, no sólo contra el rol que se le impone como mujer, sino también contra la herencia malhadada de todo un pueblo, de todo un país, que vive aún esa noche oscura en la que vecinos y hermanos se destruyen entre sí y se dejan consumir por la desidia.
Ficha técnica
“—La felicidad —le dijo él— siempre parece mentira, es como el agua, y se comprende sólo cuando se ha perdido.
—Es verdad —le dijo ella. Se quedó pensativa, y dijo:
—Incluso el mal que hacemos, es así, parece mentira, parece una tontería, agua fresca, mientras lo hacemos; si no, la gente no lo haría, tendría más cuidado.
—Eso es verdad —dijo él.
Ella le dijo:
—¿Por qué lo hemos echado a perder todo, todo?
Y se puso a llorar.
Dijo: —¡No puedo irme de esta casa! ¡Aquí crecieron mis hijos y aquí he pasado muchos, muchos años! ¡No puedo, no puedo irme!
Él le dijo:
—¿Te quieres quedar entonces?
Y ella dijo: —No.
Y al día siguiente se fue.”
[…]
“—No digo que esto sea lo ideal para ti —dice.
—¿Y para ti? —le digo—. ¿Es lo ideal para ti?
—Yo —dice—, yo no tengo ideales.”
[…]
“Es como algunos días en que el aire está demasiado claro, demasiado límpido, se ven los contornos recortados, netos, precisos, y quiere decir que va a llover.”