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  • Memoria por correspondencia, 2012

    Emma Reyes

    Colombia

    ¿Por qué la elección?

    “[Porque] todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Todo eso nos ha sido dado para que lo transmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida cosas eternas que quieren ser eternas” (Jorge Luis Borges). Borges no habla de Emma Reyes, pero habla de Emma Reyes. Y sus palabras describen con justeza lo que ella recibe de la vida –menos que nada– y lo que hace con ese menos que nada, con esa arcilla pesada, oscura, untuosa. A Emma Reyes, solo para empezar, esa arcilla le venía con la ausencia de dos palabras fundantes: “[…] otro día me preguntó si yo tenía papá y mamá, yo le pregunté que qué era eso y me dijo que él tampoco sabía”.

    Emma Reyes fue pintora. Se formó y ejerció su arte fuera de su país, en un período de la historia (1919-2003), por lo demás, poco condescendiente con el reconocimiento de cualquier mujer. Pero lo tuvo. No así en su país de origen (Colombia), donde era más bien una desconocida, o, si acaso, una figura de culto para pocos. Así fue hasta que largos años después (2012) apareció un libro, Memoria por correspondencia, una serie de cartas que Emma Reyes le escribe a su amigo Germán Arciniegas, ensayista e historiador colombiano. Se habían conocido en París, se habían hecho buenos amigos y él le había insistido durante mucho tiempo que le escribiera contándole sobre su infancia. Emma parecía renuente, pero al final accedió con la condición de que el resultado solo se conociera años después de su muerte.

    Memoria por correspondencia no solo revela que la pintora era también una escritora exquisita –sin artificios, sin estridencias, diáfano y natural el fondo, diáfana y natural la forma–, sino, sobre todo, que su vida había sido, en el sentido más literal, y si eso existiera, un milagro. No de otro modo se explica que su vida no fuera lo que su infancia auguraba: un ascenso lento y largo y tortuoso por la nada hacia la nada.

    Ficha técnica

    Y un día, Emma Reyes, se hizo libre:

    “Yo no hablé con Dios ni con María, solo le dije a San Cristóbal que me llevara en su hombro. Levanté la cabeza, alargué el brazo detrás de sor Teofilita y muy lentamente, con la mano toda abierta, cogí las llaves, apretándolas fuerte para que no hiciera ruido. Dije casi fuerte:

    —Voy por el incensario para la bendición.

    Ella no me vio. Estaba rezando. Abrí la puerta del zaguán, la cerré de nuevo del otro lado, abría la puerta gruesa, gruesa, volví al torno y puse las llaves, le di la vuelta al torno al interior para que la monja las viera cuando llegara, salí muy despacito, con el miedo como si me fuera a caer en un hueco y, cuando cerré detrás de mí la puerta gruesa, gruesa, respiré un aire que no olía al convento y el viento frío me dio la impresión que había salido de detrás de la puerta para asustarme pero ya era tarde para todo. La calle era larga y en lomita; en el fondo vi un pedacito de la torre de una iglesia. Antes de ponerme en marcha hacia el mundo me di cuenta que ya hacía mucho tiempo que yo ya no era una niña. En la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro.”

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