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  • Temporada de huracanes, 2017

    Fernanda Melchor

    México

    ¿Por qué la elección?

    Como en el deslave que en el setenta y ocho arrasó con las ruinas de los indígenas y sepultó a unos cien vecinos del pueblo imaginario de La Matosa, escenario de Temporada de huracanes, la prosa de Fernanda Melchor (1982) fluye con furia y sin descanso por capítulos que son como una tormenta inapelable. Arremetidas de un solo párrafo inmenso contra una población de mujeres y hombres empobrecidos, víctimas y perpetradores de la violencia, la misoginia, la homofobia y la transfobia que, como los temporales en el golfo de México, se repiten de manera inexorable.

    El motivo policíaco de un cuerpo inerte y maltrecho hallado por unos niños que jugaban en los canales de riego de unos campos de caña sirve como catalizador de un puñado de historias interconectadas, narradas por una voz indefinida que va y viene entre la tercera y la primera persona y entre el lenguaje descriptivo y el balbuceo de la lengua popular. Situadas en una época indeterminada (porque en los pueblos el tiempo siempre es más lento, incluyendo el tiempo de la historia) estas historias dan forma, como una taracea siniestra, a una avalancha incontenible de violencias pequeñas y enormes cuya amalgama son los miedos, las desigualdades, las supersticiones y el desamparo propio de las periferias.

    En la base de este deslave atroz se encuentran siempre las mujeres, depositarias y, muchas veces, instrumento para la prolongación de aquellas violencias, educadas hasta por sus propias madres para normalizar los vejámenes de que son objeto: violaciones, embarazos no deseados, criminalización y violencia obstétrica contra el aborto, abandonos de todo tipo. Melchor demuestra con doloroso detalle hasta qué punto los peores crímenes son, en últimas, síntomas de un sinnúmero de pequeñas violencias institucionalizadas.

    Ficha técnica

    “… y por eso el chamaco ese creció para convertirse en un animal salvaje que nomás tiraba pal monte cada vez que lo dejaban suelto, incluso a deshoras de la noche, porque según la abuela esa era la forma en que se criaba a los varones para que no le tuvieran miedo a nada…”

    […]

    “… porque esas habían sido las instrucciones de la trabajadora social: tenerla ahí prisionera hasta que la policía llegara, o hasta que Norma confesara y dijera lo que había hecho, porque ni siquiera bajo la anestesia que le inyectaron antes de que el doctor le metiera los fierros logró la trabajadora social sacarle algo a Norma, ni siquiera cómo se llamaba, ni qué edad verdaderamente tenía, ni qué era lo que había tomado, ni quién fue la persona que se lo había dado, o dónde era que lo había botado, mucho menos por qué lo había hecho…”

    […]

    “Por eso fue que decidió no decirle nada a nadie de aquella sangre: tenía miedo de que entonces su madre se diera cuenta de lo que estaba pasando, de lo que Norma había hecho, de lo que Pepe le seguía haciendo cuando ella estaba en el trabajo. Tenía miedo de que la corrieran de la casa, porque su madre siempre le estaba contando lo que le pasaba a las chamacas zonzas que salían con su domingo siete; de cómo las ponían de patitas en la calle y cómo tenían que rascárselas ellas solas, como mejor pudieran, completamente desamparadas, y todo por haber dejado que los hombre se aprovecharan de ellas, por no haberse dado a respetar porque todo el mundo sabe que el hombre llega hasta donde la mujer se lo permite.”

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