¿Por qué la elección?

La vitalidad que aun mantiene el cine contemporáneo está, en gran medida, en su capacidad de nutrirse de distintas artes, de recibir la influencia de géneros menores de la literatura y, sobre todo, en su habilidad para fusionar tradiciones cinematográficas que en el pasado existían como compartimentos rígidos. Este cine suele encontrarse en los márgenes políticos, geográficos, económicos y simbólicos. Los antecedentes de este cine vivo los encontramos justamente los movimientos queer y experimentales. Y es que no podía ser de otro modo: solo una estética que busque superar el binarismo y que esté preocupada por encontrar lenguajes acordes a un nuevo mundo podría haber imaginado un cine así. A esa tradición pertenece la visionaria Born in Flames de Lizzie Borden.

Esta obra, ya imprescindible, es una fantasía documental de ciencia ficción que mezcla las tradiciones del teatro de vanguardia, el performance, el cine directo, la televisión, la radio, las películas caseras y la acción política directa; todo fundido en un nuevo y utópico lenguaje cinematográfico. En ella se narra un futuro en el que Estados Unidos es gobernado por una democracia socialista, tras una revolución pacífica. Lo paradójico es que, aun cambiando la proverbial tradición capitalista de ese país, se mantienen las mismas condiciones de explotación basadas en la clase, la raza y el género, sostenidas por un régimen asentado en la brutalidad policial. Estamos ante una película incendiaria. Pero no porque haga un llamado a la violencia, sino porque en ella aparece uno de los sentidos que Didi-Huberman da a la imagen que arde. Esa que quema porque moviliza fuerzas políticas que el poder dominante quiere mantener apaciguadas. Acá la imagen que arde es la de un mundo donde el poder se tropieza contra una utópica unión trasversal de los distintos movimientos de mujeres.