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  • Los astronautas, 2023

    Laura Ferrero

    España

    ¿Por qué la elección?

    Cuando un escritor nace en el seno de una familia, la familia se acaba dice Laura Ferrero que dice Czesław Miłosz. Pero ella no lo cree, o lo cree solo a medias, porque para ella los escritores son solo los voceros. Son otros los que, incluyendo o excluyendo hechos o personas, crean esos relatos llenos de omisiones, invenciones o, en el mejor de los casos, exageraciones, que terminan siendo las historias familiares. Los que escriben, cree Ferrero, solo recogen y ordenan una narración armada y alterada por las generaciones anteriores.

    En Los astronautas, Laura Ferrero (1984) pone el acento en su propia familia, o en su falta de ella. A partir de una foto, la única en la que su grupo familiar está completo, enhebra un relato que va y viene entre los hechos y sus significados. Atravesada por el dolor primigenio de no ser parte plena de nada, recrea, con apelaciones constantes a los viajes de los astronautas del siglo XX, la idea de la distancia y la alteridad radical y entrega agudas reflexiones e interrogaciones sobre los verdaderos cimientos sobre los que se construye nuestra vida emocional.

    Si no es a Laura Ferrero a quien correspondía crear o acabar con su familia al escribirla como estipulaba Miłosz, lo que sí le correspondíió hacer, y vaya si lo logró, fue recoger una serie de verdades simples sobre ese espacio afectivo. Verdades simples, que de tan simples y particulares arrojan luz sobre su familia, sobre la de los demás y, especialmente, sobre las ideas sobre las que se erige esa institución.

    Ficha técnica

    “No es que a una haya que contarle que tiene una familia, la tiene y punto —o al revés, no la tiene, y punto—, pero en mi caso la certeza de que mis padres —que no habían muerto individualmente pero sí se habían extraviado como pareja y ecosistema— habían existido como un todo me llegó con treinta y cinco años de retraso.

    Tampoco es que yo no supiera quiénes eran mi madre y mi padre. Claro que lo sabía. En el registro familiar figuran sus nombres y llevo sus apellidos, y físicamente nadie podría negar que soy hija de mi padre, pero nunca hasta entonces, el 26 de diciembre de 2020, había utilizado ese sintagma, mi familia, para referirme a ellos.

    La certeza me llegó en esa fecha concreta, después de que mi padre entrara en el salón de casa de mis tíos quejándose de la cantidad de vueltas que había tenido que dar para comprar turrón de yema. Su mujer, Clara, le recriminó que, si tanto le gustaban las anchoas, al menos podía haberse asegurado de que las que compraba estuvieran un poco más limpias. Mi hermana Inés, ajena a todo, en ese mutismo eterno que la caracteriza, tecleaba veloz en su teléfono y deslizaba con furia el dedo de un lado a otro de la pantalla, aislada por esos auriculares —enormes, rojos, nuevos, que envolvían su cabeza pequeña y delicada y destacaban sobre la melena rubia como si fueran una diadema— que no se había quitado desde que había llegado.”

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