
La extraña desaparición de Esme Lennox, 2006
Maggie O'Farrell
Reino Unido
¿Por qué la elección?
Si hubiera que señalar el peor mal, el peor sufrimiento causado por la estructura patriarcal que ha gobernado y sostenido toda vida humana, sin duda sobresaldría el antagonismo que promueve entre las mujeres. No solo por la inquina y perfidia que expresa, sino por el irremediable desconsuelo que de ahí resulta. Una aflicción de la que es difícil reponerse. Por eso es tan difícil reponerse de la lectura de La extraña desaparición de Esme Lennox , de Maggie O’ Farrell (1972).
En esta inquietante novela, O’ Farrell ahonda en la era victoriana y en su recio disciplinamiento disimulado en normas de etiqueta y solemnidad, y describe muchos de los daños causados por el complejo entramado cultural patriarcal sobre la vida de las mujeres. Con especial destreza, O’ Farrell interpreta la cruel confabulación entre la familia y la psiquiatría, esa que habilitaba a los padres a encerrar de por vida a las hijas que tuvieron la temeridad de dar paseos demasiado largos, reír demasiado fuerte, estudiar más de lo necesario o, sobre todo, rechazar alguna propuesta de matrimonio. También era esa confabulación la que permitía a un marido encerrar a una esposa demasiado reticente o –con mayor razón y frecuencia– a una demasiado complaciente.
Pero el corazón de este drama y el daño indescriptible del que trata esta novela no son las razones por las que la adorable Esme vivió sesenta de sus setenta y seis años encerrada en una institución para enfermos mentales. Miserables, nimias razones. El corazón de este drama es la descripción del sistema de opresión y domesticación al que se sometió a las mujeres de esta novela, contra ellas y entre ellas. Es de este mal, de este peor de los males posibles, del que habla esta novela. Porque, ¿qué puede ser peor que ver a una mujer que, cumpliendo cada una de las normas que está destinada a cumplir, termina cimentando su vida sobre las ruinas de la vida de su propia hermana?
Ficha técnica
“Retrocede en el tiempo: 1941, 1940, 1939, 1938. La Segunda Guerra Mundial, el inicio de la conflagración, su mera posibilidad como amenaza en la mente de las personas, los hombres aún siguen en sus casas, Hitler no es más que un nombre en los periódicos, jamás se ha oído hablar de bombardeos aéreos y campos de concentración. El invierno se torna otoño, luego verano, luego primavera. Abril lleva a marzo, luego a febrero, y mientras tanto Iris lee sobre personas que se niegan a hablar, sobre ropa sin planchar, discusiones con los vecinos, histeria, sobre platos sin lavar y suelos sin fregar, sobre el rechazo a las relaciones matrimoniales o el deseo excesivo o insuficiente o inapropiado de ellas, o la búsqueda de tales relaciones en otra parte. Lee de maridos al límite de su aguante, de padres incapaces de comprender a las mujeres en que se han convertido sus hijas, padres que insisten una y otra vez en que esa hija antes era una niñita adorable. Hijas que no escuchan. Esposas que un buen día hacen la maleta y se marchan de casa, esposas a las que hay que localizar para llevarlas de regreso.
Cuando Iris vuelve una página y topa con el nombre de Euphemia Lennox, está a punto de pasarlo por alto, porque debe de llevar ya horas con aquello y está tan anonadada por todo que tiene que dominarse, que recordarse que por eso justamente está allí. Alisa el antiguo formulario de admisión de Esme con los dedos.
«Edad: 16 —es lo primero que lee. Luego—: Insiste en dejarse el pelo largo.» Iris lee todo el documento, de principio a fin, y luego lo relee. Termina así: «Los padres declaran haberla encontrado bailando delante de un espejo, vestida con la ropa de su madre.»”