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  • El corazón del daño, 2021

    María Negroni

    Argentina

    ¿Por qué la elección?

    El corazón, el centro, el motor, el significante ausente, la medida de todas las cosas. Estos, entre muchos otros términos de similar contundencia y significado, usa María Negroni para referirse al vínculo con su madre. Se trata de un vínculo roto – ahí está el daño–, pero a pesar de estar roto, o precisamente por ello, es el vínculo inaugural, esencial, ineludible. Tan ineludible es que Negroni se refiere a su madre como el eje central de toda su vida y, por supuesto, de su escritura.

    La figura de la madre es crucial. Lo es sobre todo cuando se impone la primera persona del singular femenino –autobiográfico o no– y su penetrante mirada del espacio más íntimo. Apegos feroces de Vivian Gornick, la incalificable madre de Jeanette Winterson en ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?, las nuestras y la propia que describe Marguerite Duras o la madre-ameba que crea Adeline Dieudonné en La vida verdadera acompañan El corazón del daño en ese abismo sin fondo.

    Pero el impacto materno no es, sin embargo, la única señal que entrega Negroni en su profunda y poética autobiografía. De ese daño primario no hay escapatoria. Lo que también es de subrayar acá es la huella patriarcal que se esconde en todo el relato; el lugar de objeto transaccional que ocupa esa niña en el universo de una mujer que, desprovista de autonomía y valor dentro y fuera de su matrimonio, proyecta sobre su hija –a quien considera la única posesión enteramente suya–, su enorme, su inexpresable frustración.

    Ficha técnica

    De noche, en la cama, escucho a mi madre ir y venir por el pasillo.
    Del comedor helado a la puerta de mi habitación, kilómetros.
    Al fondo, el jardín: un cuadrado verde con una parra y pensamientos multicolores.
    Conocía esos caminares largos, sin detenencia alguna.
    La escucho ahogarse, parar un segundo y recomenzar.
    Una vez me despierta de madrugada.
    Me pone el tapado sobre el pijama y me lleva a buscar a mi padre al club donde juega al póker con sus amigos.
    Tendría, qué, seis años.
    A los gritos, desencajada, conmigo de la mano, se abre paso entre las mesas, el humo, el vaho a alcohol.
    No sé cómo nos dejan entrar.
    Uno que está apostando en la mesa de mi padre la frena en seco: Señora, ningún caballero que se precie abandona una mesa de juego.
    No veo aquí a ningún caballero, dice mi madre.

    Si no hubiera otro episodio en mi infancia, con este alcanzaría.
    Están ahí la realidad como huella, la deducción pura, y el supuesto reino de mi omnipotencia.

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