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  • Los inmunes

    Ensayo

    por Cristina Motta

    ¿Qué vale la vida de una simple mujer frente a los logros de quien, según palabras del presidente Obama, fuera el mejor senador demócrata de la historia de los Estados Unidos? Esta es la pregunta que se hacía la escritora Joyce Carol Oates después de la muerte del senador Edward Kennedy, en 2009. La simple vida de la simple mujer era la de Mary Jo Kopechne, muerta el 18 de julio de 1969 en el accidente de Chappaquiddick. Un accidente de tránsito en el que Kennedy conducía y abandonó el lugar de los hechos dejando morir a su compañera, su asistente, dentro de un auto sumergido en aguas negras. Su condena fue trivial y los homenajes que recibió después de su muerte terminaron respondiendo a la pregunta de Oates. Vale poco la vida de una mujer frente a la fuerza de la notoriedad. Oates abordó esta historia en su magnífica Agua negra (Black Water), novela en la que, asumiendo el punto de vista de la chica ahogada, de su atracción incontenible por un hombre mayor cuyo nombre evocaba una dinastía y, subrayando su conmovedora vulnerabilidad, abordaba sus preocupaciones literarias fundamentales; la confianza violada, la fragilidad, la violencia.

    También en 2009, a propósito de la detención por las autoridades suizas de Roman Polanski, el tema de Oates adquiría vigencia nuevamente. En ese caso se trataba de un gran director de cine que treinta años antes había drogado, violado y sodomizado a una niña de 13. Polanski se declaró culpable, pero antes de esperar una sentencia que se vislumbraba muy dura, dejó los Estados Unidos y nunca pudo volver, ni siquiera para recibir el Oscar que la Academia de Hollywood le otorgara por su película El pianista. El mundo global del espectáculo y la activa diplomacia francesa se manifestaron indignados por la detención de Polanski. El exministro francés de cultura Jack Lang consideró que, “a pesar de haber cometido un grave crimen, Polanski es un gran creador y un gran artista” y Kouchner, exministro de Relaciones Exteriores, más prudente, calificó la detención de “un poco siniestra”. No comprendían por qué, después de tantos años, “la descarrilada” justicia de los Estados Unidos, en términos de Jack Lang, perseguía a un artista de esa estatura.

    El conflicto entre una celebridad y sus delitos y el choque entre la mentalidad francesa y las formas de la justicia de Estados Unidos se renovó una vez más en 2011 en el caso de Dominique Strauss-Kahn, quien, fungiendo como director del FMI, violó a la camarera del hotel en donde se alojaba en Nueva York. Este caso despertó de nuevo la irritación de la población francesa. Exclamaban al unísono: ¡puritanos! Lang arremetió contra la jueza que lo procesó, a quien le atribuyó deseos de venganza contra los franceses en general, y contra uno bien conocido en particular.

    Eran tiempos no muy lejanos al Me Too. Hombres célebres eran acusados de cometer delitos; graves delitos contra mujeres subordinadas, abusando de su enorme poder simbólico y real, y salían indemnes. Entonces solo sabíamos de ellos. Y porque solo sabíamos de ellos, porque solo hablaban ellos y solo se hablaba de ellos es que Oates escribió Agua negra. Para hablar de Mary Jo y así hablar de ellas; para imaginar la forma como podrían haber contado su historia quienes no tuvieron voz para hacerlo. Para narrar una historia que no pudo ser narrada porque el agua turbia llenaba los pulmones de una mujer mientras el senador, el cineasta o el economista se salvaban para siempre.

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